Verso disperso que no libre

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El árbol que florece
es cambio.
El río y su cauce
depende.
Agua corriente que es vida.
Agua estancada que ahoga.

Bandera del equilibrio,
del bien y el mal,
hermosas fuerzas enemigas,
eternos personajes antagónicos
son el sol y la luna.
El día y la noche.
La luz y la oscuridad.

Las estrellas y su brillo
como guías,
presencia del ausente
recuerdo de lo insignificante.

El fuego que arde,
que prende y recorre,
que sube e invade.
Es deseo y amor,
es rabia y ardor.
Imagen de lo salvaje,
lo primitivo y puro,
lo dulcemente incontrolable.

El cristal,
guardián de la delicadeza
centinela de la fragilidad.
Roto es con facilidad,
símil perfecto del material,
que nuestro corazón entraña.

El cuchillo que corta.
La flecha que atraviesa.
La bala que mata.

Con más caras que un prisma
es calma tras la tempestad
pero miedo ante la inmensidad.
Sereno y permanente
impredecible,
peligro inminente.
Así es y siempre será,
así es para el poeta el mar.
Para muchos,
su hogar.

Y para siempre podría seguir
recopilando metáforas universales
con las que el ser humano
de aquí y de allá
de este tiempo y aquel
ha querido,
más bien necesitado
usar
para expresar el sentir
para narrar el vivir,
para liberar el ser y estar.

Sin embargo,
recordad
que jamás habrá metáforas
más acertadas
ni más ciertas
que aquellas que versan
sobre que yo,
soy verso disperso
que no libre,
sin rima ni rumbo,
y que siempre vagaré
con una espina clavada
en mi pata de león:
la de que la vida
que de verdad se vive
es poesía.

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