Nada sobre mi madre

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Miré a mi alrededor y no te vi. Busqué el reloj de la estación y comprobé que el tren estaba a punto de llegar. Lo sabría cuando el suelo temblara y la noche se iluminara, cuando tú realmente ya no estuvieras y el año se anunciara sin una despedida. Comprobé que tenía el billete, como si no me lo hubieras recordado cada día de la última semana. 

A lo lejos, distinguí una familia, encogida y abrigada contra el viento. Pegados unos junto a los otros, parecían una postal navideña, como las que solías regalarme cuando era pequeña. La madre parecía ser unos diez o veinte años más joven que tú, lo que encajaba con la edad de los niños: yo también era un par de décadas mayor que ellos. A menudo, me sorprendía siendo incapaz de imaginarme como tu hija en una reunión de padres del colegio, en una consulta al dentista o un paseo por el parque. A treinta segundos de que llegara el tren, tampoco podía verme como una anciana como tú. Resultaba imposible que nada importara más que tu silencio: faltaban unas horas para que terminara la última noche del año y yo no estaría contigo para celebrarlo. 

Entre los vagones y autobuses, siempre encontraba a señoras de abrigos de lana y bolsas de la compra. Subían y bajaban pesadamente, con la vida a cuestas, y sin llamar la atención de nadie que no observara. Me acerqué al lado de una de aquellas mujeres camaleónicas, que me barrió el cuerpo entero con cara de pocos amigos (plástico en mano y bufanda sobre el cuello). Avergonzada, miré el andén, el vacío entre la máquina y la tierra de tu casa, e imaginé lo mucho que te reirías si me vieras casi temblando, como si a mi lado hubiera un lince y no una vieja enfadada. Por una vez, no fruncirías el ceño como haces cuando no corto bien las zanahorias. Como excepción, se arrugarían tus ojos como cuando vuelvo a casa. Arrugué el billete, pensando en tirarlo. Ni yo era tan pequeña ni tú tan joven como para perdonarnos, no sin que yo perdiera algún tren. 

Ya lo sentía, el suelo vibraba. Puede que se adelantara, después de todo, y no me quedara tiempo en el que lamentarme o dudar. Me había ganado la partida el factor sorpresa, te había dejado con la cena tibia por culpa de un buen horario de transportes. Te imaginé en casa, con las uvas preparadas sobre la mesa del salón, con papá diciéndote que dejaras a la niña y con mi hermano encerrado en el baño, engominándose para salir. Tú no lloras porque las madres no lo hacen, pero creí que te costaría hablar. Retorcerías la cinta de tu bata rosa y la anudarías, tal y como cuando te dije que me marchaba, hace apenas unos días.

Sí, no pasaría la noche. No, no había nada que pudieras decir para convencerme. Tal vez, era posible que tuviera tiempo para celebrar el fin de año con vosotros. Por supuesto, no tenía nada que ver contigo. ¿Acaso te extrañaba, después de lo poco que me quedaba aquí?

Ya, no era tan importante como para no atrasarlo. Lo sé, sé que solo intentabas ayudar pidiéndome que me quedara. No me lo recuerdes, no olvido que soy tu hija. También, tú eres mi madre. ¿Devolver el billete, si ya estaba comprado?

Al menos, estaba sentada junto a la ventana. Podría ver amanecer según me alejaba de ti. Las puertas del tren se abrieron poco después de que se detuviera en la estación. Recorrí un par de metros hasta uno de los últimos vagones, el mío. La familia se dirigió a uno de los primeros, que parecían más cálidos, y la anciana, sola, no dio un paso. No me acerqué: para qué hacerte sentir orgullosa si no estabas allí para creerlo. 

Agarré la barra metálica de la puerta de mi vagón para subir los escalones. Me alegré de viajar ligera, siempre temía no ser capaz de salvar la distancia entre el andén y el interior del vagón, el vacío de sustancia y forma. En aquella ocasión, podía irme sin pedir espacio ni ayuda, ni una mano ni una mirada de simpatía. Sin pedirte a ti. 

La decisión estaba tomada: año nuevo, vida nueva. Ciudad nueva. ¿Trabajo nuevo?

Recorrí el pasillo hasta mi asiento y dejé todo a un lado para mirar por la ventana. Allí, junto a la anciana, mitad señora de bolsas de la compra y mitad lince, vi una bata rosa y supe que habías venido a despedirnos. 

Beatriz Sánchez del Río
Beatriz Sánchez del Río
Me gusta leer sobre lo que no entiendo y escuchar el mar, aunque sea de secano.

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