Si el mundo fuera ciego, a cuánta gente impresionarías.

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Esa frase tantas veces compartida, bastante conocida, pertenece al cantante Joaquín Sabina; y reflexionando los pasados días la recordé, y me puse a escribir.

La relación de esta frase con el artículo no es una cuestión de perpetuar el resabido tópico del enfrentamiento entre chica canónicamente guapa sin profundidad en su carácter versus chica fuera de los estándares de belleza que se arma de una personalidad más completa o carismática. De hecho, no pretendo que aquí tenga nada que ver. Pero sí es una cuestión de imagen, esa que hoy en día decidimos vender. Expuestos a un contenido digital incesante, nos convertimos en espectador y en actor a la vez. Y como si nuestro salario se viera afectado por ello, buscadores de oro del siglo XXI, aspirantes al pseudotrabajo de influenciar y vender nuestra marca, alimentamos el fuego de la locomotora. Alimentamos nuestros feedswe feed the feed, valga la redundancia.

En lo que a actores online respecta… en su teoría de la acción social, el sociólogo canadiense Erving Goffman propone la interacción social como la escultora de nuestra personalidad, y la compara con el arte dramático. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, cada uno somos un actor en la inmensa obra del teatro social, con diferentes papeles, siguiendo un guión o de manera espontánea. Goffman diferencia entre el comportamiento de escenario —front stage behaviour—, de entre bastidores —backstage behaviour—, y de fuera del escenario —off stage behaviour. En el primero, el actor es consciente de la atención de su público y actúa bajo tal presión. En el segundo, puede no estar metido en el papel y ser su ‘yo’ más ‘real’, o puede estar preparándose para su próxima interpretación. Por último, en el tercero, entra en contacto con miembros de la audiencia de manera individual o más reducida, puede que otorgue performances específicas.

Pienso que las redes sociales plantean un público nuevo ante el que abrir el telón. De hecho, el comportamiento de escenario me recuerda al concepto del feed; entre bastidores a la experiencia que vive la persona detrás de la pantalla; y el off stage me recuerda a las nuevas secciones de mejores amigos que ahora existen en diferentes plataformas. En estas, se invita al usuario a ser más uno mismo, a reducir el aforo para que tal audiencia contemple actuaciones más privilegiadas. Al contrario que derribar fachadas conductuales, las redes permiten crear una imagen nueva, quizás basada en la réplica original de uno mismo, pero no necesariamente de forma más transparente. Una nueva obra de teatro está teniendo lugar en el mundo digital.

Una norma no escrita en este intangible universo dramático parece requerir una marca o estilo propio determinados, y venderla, ya sea por cash o por “me gusta”, en algunos casos ambos. Puede ser algo clásico o innovador; rompedor, pero sin ocasionar grietas extremadas en el molde concedido al usuario. Encajar y destacar, pasar por el filtro de la aceptación de la comunidad virtual y de tu propio círculo virtual: aparecer en la pantalla, llegar a los ojos de quien la sostiene, crear una chispa en su cerebro y que la última llegue a su pulgar en forma de like. El mercado de los “me gusta”, de los retweets.

Un mensaje que tiene notable éxito vendiéndose en estas redes es el de que al final “todo debe ir bien”. Todo tiene solución, todo se arregla. Saca jugo de cada día, vive cada momento al máximo. Esto me recuerda a la “esperanza excesiva” que mencionaba el sociólogo francés Émile Durkheim sobre el crecimiento del capitalismo. No son mensajes negativos, no son tóxicos a primera vista, pero sobrepasan el límite de simples consejos, y de alguna manera pueden llegar a imponerse. Esta presión acentuada con las redes sociales, este veneno rosa, ha permeado en muchos matices de la mentalidad actual.

Durkheim no vivió para conocer los SMS o el concepto influencer; sin embargo, parece que previó una sociedad, la cual, tras alcanzar más derechos a título individual, ha puesto ante nuestros ojos millones de posibilidades sobre las decisiones más banales (como subraya Barry Schwartz en la paradoja de la elección —the paradox of choice). Émile aseguraba que la infelicidad y el inconformismo aumentaban a pesar del crecimiento económico y el creciente reconocimiento de derechos fundamentales. La raíz de esta dicotomía expresaba, era el aumento excesivo de esperanza y expectativas que el capitalismo crea. El contexto socioeconómico permanece imperfecto y poblado de desigualdades; y las personas, como Durkheim subraya, poseen la frustración y el error como una parte natural (hasta cierto punto) de su naturaleza humana. Y, sin embargo, el error en este contexto virtual se entiende como la derrota inaceptable.

En definitiva, vender es igual a gustar, o quizás viceversa. Detrás de esa venta, hay una fórmula ¿cuál es? La fórmula contempla distintos contextos y fines dedicados al dinero, la vida amorosa… y por supuesto, la vida digital. Se sostiene que la fórmula existe y funciona, para encontrarla se pagan cantidades por hora más altas que por muchos seminarios universitarios. A veces la fórmula se promete a través de charlas, gurús, canales online, libros; cómo ser millonario, cómo alcanzar tu mayor potencial, alcanzando la verdadera felicidad… Quien reclama haber encontrado esta piedra filosofal en su vida anuncia tenerlo todo, de una vez por todas.

Y aunque la fórmula no resulta descifrable como una suma cualquiera, sí lo es el mencionado ingrediente principal: gustar, la masa madre de todas las variantes. El mercado de los “me gusta” monetiza tanto la apariencia de querer como la de no querer encajar. Los feeds toman diferentes estéticas —aesthetics; incluso la de fingir no seguir ninguna, si bien el usuario pretende vender una imagen más realista, errada, cómica o natural de sí mismo. O, por otro lado, pretende idealizar o exaltar aspectos de su experiencia vital. El actor puede elegir e interpretar ambos papeles. El motor del “Leviathan digital” permanece: vender la idea de quién eres, y por consiguiente gustar. Vender la perfección y —no con menos éxito— vender la imperfección. Por dispares que suenen los dos casos, los actores intentan ser tan creíbles como les es posible en ambos, the show must go on.

Para finalizar, si bien es cierto que las nuevas herramientas digitales permiten engañar, no pienso que el contenido de un perfil en sí sea necesariamente falso o totalmente inconexo con nuestro día a día ‘real’. Sin duda, un perfil puede constituir fragmentos de la ‘realidad’ de cada uno de nosotros. Pero si bien puede ser parte de uno mismo, no constituye la totalidad de nuestra identidad. En otras palabras, la idea de quién eres no eres tú, “ceci n’est pas une pipe”.

Cabe destacar que las redes sociales también tejen conexiones de comunicación y de expresión, el ‘mal’ humano es predecesor a la existencia del primer teléfono. Estas plataformas pueden otorgar una voz a los que sin ellas carecen de una, también permiten amplificar mensajes de gran peso social, abren espacios nuevos de diálogo, permiten compartir recuerdos sinceros; crear y enseñar; unir lobos solitarios a la caza de conversación, etc.

Sin embargo, de forma paralela a la red del intercambio de ideas; aspectos de este sistemae imágenes como las reacciones en caracteres limitados, los “me gusta” o dislikes, la cancel culture (una práctica que parte de la idea de evitar promocionar celebrities al revelarse una faceta irrespetuosa o inmoral tras su fachada pública) se imponen de manera masiva en la comunicación humana del siglo XXI. Y ante la imposición virtual se plantea la pregunta, si el mundo fuera ciego, ¿a cuánta gente impresionarías?

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