Despropósitos

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Según se acercaba la medianoche, el establecimiento se había ido quedando vacío. Cuando los últimos segundos del año se desvanecieron, él se tomó una copa frente a la barra, mirando su reflejo sobre la superficie pulida de plástico. Al menos estaba guapo. La mascarilla reposaba sobre su muñeca, como un brazalete abombado. 

Consultó la hora en su móvil, desapasionadamente. ¡Feliz 2022! O lo que fuera.

En lo alto de la pantalla, brillaba una notificación. Su madre le preguntaba si iría a cenar. Respondió un simple “lo siento, no vi tu mensaje a tiempo”.

El próximo mensaje no tardó en llegar. “No pasa nada. Nos vemos en casa”.

Había sido un mal año. Seguiría siéndolo.

La primera vez que había escrito una lista de propósitos, hace más de diez años, no era más que un niño. Se prometió marcar un punto en los partidos del patio del colegio y aprender a peinarse como lo hacía papá, pero sin su ayuda. 

El gol vino en una tarde aburrida de febrero. El peinado le llevó horas frente al espejo, con las manos pegajosas de extenderse gomina.

La última vez que había escrito una lista de propósitos, hace tan solo un par de años, acababa de marcharse a una ciudad nueva. Se prometió ser más sociable, independiente y organizado; menos inseguro. Más responsable. Una persona mejor de lo que era.

Lo había conseguido, durante un tiempo.

Se disponía a guardar el móvil en el bolsillo cuando una nueva notificación detuvo sus acciones. Era su hermana.

Mamá está disgustada, ¿por qué no has venido?”

Él respondió: “no me gusta que haya invitado a tanta gente”.

A su hermana le daba igual lo que le gustara. Rápidamente, le escribió:

“Ven. Ahora mismo.”

Tres segundos después, él accedió. “Está bien”.

Se tragó lo que quedaba de la bebida, con una mueca casi dolorida. Pagó y se levantó; caminaría hasta casa. Las calles comenzaban a llenarse de gente en busca de una buena primera noche, un bar cálido o una discoteca tranquila. Apenas nadie llevaba mascarilla. Ya ni siquiera él lo hacía.

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Fue su tío el que le abrió la puerta, con las mejillas sonrosadas por el champán. Le dió dos besos y le dijo a su sobrino lo mucho que le recordaba a su hermano. 

Su madre y su hermana estaban en la cocina. Los hombres de la casa veían la televisión, una serie de números musicales llenos de mujeres cubiertas de purpurina.

Su hermana lavaba los platos y su madre guardaba los restos de comida en el frigorífico. Cuando entró, se detuvieron. Ella le dijo:

–“Cada día te pareces más a él”.

Y él asintió.

–“Puedes salir, si quieres, no necesito que te quedes con tu pobre madre” –bromeó.

Y él negó con la cabeza.

Su hermana le acercó un estropajo. Él se puso a fregar, sin hablar demasiado. El jabón olía a flores. Elección de su madre. Su padre siempre le regalaba flores.

“¿Tienes algún propósito este año?”

Miró a su hermana, que le hablaba sin apenas mirarlo, aunque esforzada por conseguir conversación en el silencio de aquella aséptica cocina.

“Papá decía que no valían para nada” –respondió él.

Su madre levantó la vista de una bandeja de langostinos.

“A papá le gustó cuando aprendiste a peinarte como él”.

Él se pasó la mano por el cabello. Asintió, una vez más. Acordaron hacer una lista de propósitos en familia, como cuando su hermana y él eran niños.

Una vez los últimos familiares habían abandonado la casa, su madre arrancó tres hojas de un cuaderno de rayas, inacabado desde la época en la que él terminó el instituto.

Su hermana comenzó a garabatear, casi furiosamente. La primera cara del folio se llenó en cuestión de minutos.

Su madre se quedó pensativa, con la vista fija en el sillón sobre el que solía sentarse su marido. Ahora llevaba dos alianzas en su anular izquierdo. Hacían ruido al chocar contra el bolígrafo.

Él las miró. Observó su reflejo en la pantalla apagada del televisor. Y volvió a mirarlas.

Dejó la hoja en blanco. Era cierto que cada vez se parecía más a su padre.

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